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Reflexiones esporádicas sobre el mundo en general desde una edad en particular – Elena González de Sande

viernes, 31 de mayo de 2013

Las nuevas inboxes de Gmail y los viajes en el tiempo

Ayer ocurrió. En un rapto de TOC y aprovechando la llegada de diferentes inboxes con las que Gmail propone una vez más salvar nuestra vida y guiarnos hacia la Tierra Prometida de la Productividad Infinita, me puse a completar y tachar por fin una de esas tareas que arrastro de planificación en planificación: archivar mails y despejar mi bandeja de entrada.

Y menudo viaje, tan rápido a pesar de las horas que me llevó pero tan intenso. Téngase en cuenta que vivo en Gmail desde poco antes de terminar la carrera, es decir, hace tiempo ya. Desde entonces, han cambiado y mejorado muchas cosas, pero nunca conseguirán nada parecido a la primera impresión: recuerdo que entonces fue un cambio maravilloso y el comienzo de mi rendición a Google. Se accedía por invitación. Era blanco: sencillote, soso, pero despejado. Pero además... ¡las conversaciones se agrupaban! Fue una evolución en mi vida similar a poder navegar en varias pestañas en paralelo. Y sí, me temo que aún hoy hay quien sigue viviendo sin hacer ni lo uno ni lo otro...

En este tiempo me ha dado tiempo a buscar másters, varios trabajillos de lo más variado; planificar, negociar, discutir y, por fin, entregar proyectos; conocer a mucha gente, despedirme de ellos, viajar mucho, trabajar mucho, gestionar los papeles del paro… y todo, siempre, con el correo de por medio y centro de la información.

Porque todo se queda guardado. Sí, futuros guionistas de mi biopic: ahí está todo-todo si sabéis leerlo y queréis reconstruirlo algún día. Se ha convertido sin darme yo cuenta en un diario casi más exhaustivo que cualquiera de los que jamás me propuse siempre hacer. 

Notificaciones de redes sociales, conversaciones, declaraciones, traiciones, proyectos. Y hasta hoy estaba todo mezclado, que casi daba vergüenza que ciertos mensajes estuvieran tan cerca unos de otros, sin ser conscientes entre sí.

Felicitaciones de año nuevo, año tras año, anuncios de compromisos, de rupturas, de mudanzas, muertes y embarazos. Fiestas y quedadas, cumplidas o no. Confirmaciones de reservas de aviones, trenes y alojamientos. Manifestaciones, facturas y previsiones. Felicitaciones de cumpleaños en ambas direcciones que pasaron de estrictas y puntuales a acabar desapareciendo, conociendo o no los motivos. Personas que ocupaban bandejas enteras y han acabado archivadas en una carpeta –o peor, subcarpetas anidadas en otras– que quizás no vuelva a abrir pero, faltaría más, no quiero eliminar. Mensajes que decían más de lo que parecían, que sólo se podían descifrar con ciertos datos que llegaron más tarde pero que, como en los buenos guiones, en realidad tenían ya toda la información para quien supiera leerla.


Ahora, como en cada cambio de era, o similar, veremos qué viene, pero salgo (una vez más) convencida de mis nuevos propósitos de organización y productividad. Aunque, me temo, eso no depende de Gmail, por mucho que pongan de su parte.

martes, 7 de mayo de 2013

Generación Instagram – Nostalgia anticipada


Con motivo de mi foto número 500 en Instagram. Quinientas fotos, se dice pronto. Así que reflexionemos, sin hacer reviews de la aplicación, que ya hay muchas, de lo particular a lo general... o lo que a mí me parece que podría ser lo general.

Mi foto 500. – @eteiss
Como siempre, empecé en esta red social sin pensarlo mucho, sin un objetivo estratégico, sólo quería mostrar lo que me parecía en cada momento: así soy y así quiero “venderme”. De modo que entre esas fotos tengo lo excepcional –y lo envidiable, claro–, como mis viajes al fin del mundo, o lo cotidiano, en un intento más o menos fallido de mirar de otra manera a lo de todos los días. Y la tontería pura, claro.

Y empecé casi sin darme cuenta. Porque Instagram es fácil. Y rápido. No hay tiempo para la pereza, y para mí esto es clave para aguantar tras el impulso inicial al entrar en una red social nueva –¿Superficial? Quizás. Pero clave–. Además, tiene lo que más llamativo resultó en un principio: los filtros. Porque ni siquiera hace falta pararse a retocar las fotos manualmente. Qué tontería y qué forma de subir la moral. No tengo mejor forma de hablar de esto que remitiros a esta noticia de El Mundo Today.

Pero voy adonde quería ir: como dije en La historia de mi vida en las redes sociales, con esta mezcla de inmediatez y apariencia retro, en muchas fotografías de los usuarios a los que sigo, quizás en las mías también a veces, se produce un fenómeno curioso –una vez más, no todo el mundo responde a esto que cuento, pero prefiero cerrar el foco y hablar de lo que creo un planteamiento interesante–: la nostalgia anticipada.

Todas las fotografías, en general, al congelar un momento único, pasado por definición, que nunca volverá a ocurrir, acaban teniendo ese efecto de demostrar, casi desde el mal gusto, que ya nunca volverás a ser tan joven como en ese instante, o tan ingenuo, tan ignorante, tan limpio, porque aún no te habías enterado de tal cosa ni habías tenido que vivir tal otra. Pero esos significados se añaden con el transcurso del tiempo.

Sin embargo, en Instagram, las imágenes tienen ya, desde el momento en que son tomadas, esa nostalgia incorporada, anticipada, imposible de separar de la propia imagen. Porque, mientras se quiere imitar visualmente a las fotos antiguas, valiosas, frágiles e irrepetibles, se está retransmitiendo, compartiendo lo fotografiado casi en directo... y, desde que se aparta la mirada del teléfono al terminar de publicar la foto y se vuelve al mundo y al tiempo real, se echa de menos ese momento fotografiado que, en realidad, apenas ha terminado de ocurrir.

Como nosotros mismos, supongo, que estamos casi pensando desde los 25 en un plan de pensiones. Que, al menos en esas fiestas y encuentros que fotografiamos, en esos intentos más o menos burdos de enseñar cuerpo o mirar al infinito –una vez más, de escribir nuestro discurso sobre nosotros mismos–, se nos olvida el panorama general que vivimos. O casi. Sabiendo que, por si fuera poco, somos jóvenes pero que, aunque no sepamos muy bien cómo o nos resistamos a pensarlo más de un segundo, dejaremos de serlo algún día. Y ya lo estamos echando de menos.