Ayer ocurrió. En un rapto de TOC y aprovechando la llegada de
diferentes inboxes con las que Gmail propone una vez más salvar nuestra vida y
guiarnos hacia la Tierra Prometida de la Productividad Infinita, me puse a completar
y tachar por fin una de esas tareas que arrastro de planificación en
planificación: archivar mails y despejar mi bandeja de entrada.
Y menudo viaje, tan rápido a pesar de las horas que me llevó pero tan intenso. Téngase en cuenta que vivo en Gmail desde poco
antes de terminar la carrera, es decir, hace tiempo ya. Desde entonces, han cambiado y mejorado muchas cosas, pero nunca conseguirán nada parecido a la primera impresión: recuerdo que entonces fue un cambio
maravilloso y el comienzo de mi rendición a Google. Se accedía por invitación. Era blanco: sencillote, soso, pero despejado. Pero además... ¡las conversaciones se
agrupaban! Fue una evolución en mi vida similar a poder navegar en varias
pestañas en paralelo. Y sí, me temo que aún hoy hay quien sigue viviendo sin hacer ni lo
uno ni lo otro...
En este tiempo me ha dado tiempo a buscar másters, varios
trabajillos de lo más variado; planificar, negociar, discutir y, por fin, entregar proyectos; conocer a mucha
gente, despedirme de ellos, viajar mucho, trabajar mucho, gestionar los papeles
del paro… y todo, siempre, con el correo de por medio y centro de la información.
Porque todo se queda guardado. Sí, futuros guionistas de mi
biopic: ahí está todo-todo si sabéis leerlo y queréis reconstruirlo algún día. Se ha
convertido sin darme yo cuenta en un diario casi más exhaustivo que cualquiera
de los que jamás me propuse siempre hacer.
Notificaciones de redes sociales,
conversaciones, declaraciones, traiciones, proyectos. Y hasta hoy estaba todo
mezclado, que casi daba vergüenza que ciertos mensajes estuvieran tan cerca unos
de otros, sin ser conscientes entre sí.
Felicitaciones de año nuevo, año tras año, anuncios de
compromisos, de rupturas, de mudanzas, muertes y embarazos. Fiestas y quedadas, cumplidas o no. Confirmaciones de
reservas de aviones, trenes y alojamientos. Manifestaciones, facturas y
previsiones. Felicitaciones de cumpleaños en ambas direcciones que pasaron de estrictas
y puntuales a acabar desapareciendo, conociendo o no los motivos. Personas que
ocupaban bandejas enteras y han acabado archivadas en una carpeta –o peor, subcarpetas
anidadas en otras– que quizás no vuelva a abrir pero, faltaría más, no quiero eliminar.
Mensajes que decían más de lo que parecían, que sólo se podían descifrar con ciertos
datos que llegaron más tarde pero que, como en los buenos guiones, en realidad tenían
ya toda la información para quien supiera leerla.
Ahora, como en cada cambio de era, o similar, veremos qué
viene, pero salgo (una vez más) convencida de mis nuevos propósitos de
organización y productividad. Aunque, me temo, eso no depende de Gmail, por
mucho que pongan de su parte.
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